Hay dos universos paralelos que existen en el mismo parque.
Está el universo de Ana, que es un mundo de posibilidades infinitas: el tobogán es una cascada, los columpios son cohetes y la pelota roja es un cometa que hay que perseguir. Es un mundo que se vive en el ahora, lleno de carreras y gritos de pura emoción.
Y luego está mi universo. Para un padre soltero, el mismo parque es un tablero de ajedrez. Cada movimiento se anticipa. Ves el perro sin correa a cincuenta metros y calculas la trayectoria. Ves la raíz de un árbol que sobresale y tu cerebro ya ha marcado una ruta de evasión. Es un estado de alerta constante, una capa de software que corre en segundo plano y nunca se apaga. No es ansiedad, es simplemente… el trabajo.
Ese día, el trabajo iba bien. El sol no quemaba demasiado, el parque no estaba abarrotado. Encontramos su cohete favorito, el columpio, libre.
“¡Empuja, papi, empuja!“.
Y yo empujaba. Hay algo casi hipnótico en ese ritmo. El leve chirrido de las cadenas, el vaivén constante. Es uno de los pocos momentos en los que esa capa de software en mi cerebro se relaja un poco. No hay que pensar, solo empujar.
En uno de esos impulsos, cuando ella estaba en el punto más alto de su vuelo, soltó una de esas carcajadas explosivas. No es una risita. Es una de esas que nacen en los dedos de los pies, que sacuden todo el cuerpo y terminan con un suspiro de pura felicidad.
Y en ese sonido, la escuché a ella.
Mi esposa tenía exactamente la misma risa. Una risa que no pedía permiso, que llenaba cualquier habitación. Y ahí estaba de nuevo, resonando en un parque cualquiera, saliendo de la boca de la pequeña persona que habíamos creado juntos. Se me escapó una sonrisa, de esas que no planeas, una sonrisa agridulce.
Y sin pensarlo, se lo dije. “Te ríes igual que mamá, ¿sabes? A ella también le encantaba esta sensación, la de sentir mariposas en el estómago en el columpio“.
Frené el vaivén para que me escuchara, para que la idea aterrizara suavemente. Ella me miró con esa concentración total que pone cuando algo de verdad le importa. Y entonces, con esa lógica directa y sin adornos que solo tienen los niños, me hizo la pregunta que, tarde o temprano, sabía que llegaría.
“¿Y mamá puede vernos desde las nubes, papi?”
Y ahí está. La pregunta del millón. Se te congela la sangre un segundo. Sientes como si el universo entero hiciera una pausa, esperando tu respuesta. Porque sabes que lo que digas ahora no es una simple frase. Se va a convertir en la verdad de Ana. En el pilar de su entendimiento sobre dónde está su madre. No hay manual para esto. No hay respuesta correcta en Google.
Tragué saliva, busqué su mirada para anclarme y le di la respuesta más honesta y sencilla que mi corazón pudo fabricar en esa fracción de segundo.
“Seguro que sí, corazón. Y apuesto a que está sonriendo al verte volar.“
A ella le sirvió. Fue como si le hubiera dado la pieza que le faltaba al rompecabezas. Su cara se iluminó con una sonrisa de alivio y entendimiento, y supe que había elegido bien las palabras. El hechizo se rompió, y el grito de guerra volvió al instante: “¡Otra vez, más alto!“.
Y seguimos jugando. Lo más extraño es que, después de una pregunta tan monumental, el mundo no se detiene. El sol no cambia de posición. Sigues empujando. Pero algo dentro de ti sí ha cambiado. En ese momento, entendí que mi trabajo no era solo empujar. Era también ser el ancla. El que mantiene el cohete seguro para que pueda volar alto.
Cuando el sol empezó a teñir el cielo de naranja, emprendimos el camino a casa. Ella, agotada y feliz, parloteando sobre la arena y los otros niños. Yo, en silencio, procesando.
A veces, la paternidad en solitario es eso. Es ser el estratega del tablero de ajedrez, el que empuja el columpio, y de repente, sin previo aviso, ser también el único puente de tu hija con el cielo.
Y después, simplemente… seguir caminando a casa, con la pelota roja bajo el brazo.