lunes, agosto 18, 2025

El Diario – Recordando la Pandemia (2020)

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Crónica de Nuestro Pequeño Mundo durante la Pandemia.

Lo primero que recuerdo de la pandemia no es el miedo ni las noticias. Es el silencio.

Un silencio antinatural, pesado, que se colaba por la ventana de nuestro apartamento. El mundo se había detenido, encerrado en un luto global, y yo apenas empezaba a navegar el mío. Hacía solo seis meses que la mano de mi esposa había soltado la mía. Seis meses desde que mi mundo personal se había hecho añicos. Y de repente, el mundo entero se rompía a la vez.

Fue como si el universo me estuviera haciendo una broma cruel. En el momento en que más necesitaba el abrazo de un amigo, una conversación en un café, la simple distracción de ver gente pasar… todo eso fue prohibido.

Mi duelo se quedó encerrado conmigo en 70 metros cuadrados. Y con Ana Paula.

Ella tenía casi tres años. No entendía de virus ni de cuarentenas. Su mundo era mucho más inmediato y, a su manera, más lógico. Su mundo consistía en que el sol salía, que había que desayunar, que los bloques de construcción no se apilaban solos y que, a veces, miraba hacia la puerta esperando a una persona que ya no iba a volver.

Los primeros días fueron un caos borroso. Mi mente era un torbellino de dolor fresco y de una nueva y extraña ansiedad global. Pero la rutina de una niña de tres años es un ancla poderosa. No te permite hundirte. Te exige. Te pide leche, te pide un cuento, te pide que construyas una torre solo para poder derribarla con una carcajada.

Y así, poco a poco, nuestro pequeño mundo empezó a tomar forma. La casa que rentábamos se convirtió en nuestro reino. El pasillo era una pista de carreras. El sofá era una montaña que escalar. Y la estancia… la estancia era el lugar donde construíamos nuestro refugio.

Recuerdo una tarde en particular. El cielo estaba gris, como mi estado de ánimo. Ana Paula estaba inquieta. Yo estaba agotado. En lugar de encender la tele, saqué todas las sábanas y los cojines que encontré y le dije: “Vamos a hacer una fortaleza”.

Sus ojos se iluminaron.

Arrastramos sillas, extendimos mantas, creamos túneles con almohadas. Dentro de nuestra precaria construcción, con la única luz de una linterna, el mundo de afuera desapareció. No había noticias, no había silencio, no había miedo. Solo estábamos nosotros dos, susurrando historias de dragones y princesas.

Ella se acurrucó a mi lado, sintiéndose completamente segura en nuestro castillo de tela. Y en ese momento, dentro de esa fortaleza improvisada, me di cuenta de algo.

Yo creía que estaba construyendo un refugio para ella, para protegerla de la tristeza y el aburrimiento de un mundo encerrado. Pero la verdad es que, sin darme cuenta, al construir su refugio, yo estaba construyendo el mío.

Su risa dentro de esas cuatro paredes de sábana era el único sonido que importaba. Su necesidad de jugar era la única agenda en mi calendario. Su pequeña y cálida presencia a mi lado era el único anclaje que me mantenía cuerdo.

La pandemia fue la segunda etapa más dura y solitaria de mi vida, la primera había pasado unos meses antes… pero, paradójicamente, también fue la más cercana con mi hija. Nos obligó a ser un equipo de dos. Nos forjó en un silencio compartido, en rutinas inventadas y en fortalezas de sábanas.

No sé cómo lo recordará ella cuando sea mayor. Probablemente como un tiempo extraño en el que pasó cada segundo del día con papá.

Pero yo lo recordaré siempre como el tiempo en que una niña de tres años, con su simple y arrolladora necesidad de vivir, me enseñó a mí cómo seguir viviendo. Éramos solo nosotros dos. Un padre y una hija, construyendo un universo en medio del fin del mundo.

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