El sol se colaba entre las hojas de los árboles, pintando el camino de un dorado cálido. Ana, con sus cuatro años y una energía inagotable, corría delante de mí con su vestido rojo, el mismo color de la pelota que llevaba en sus manos. Después de meses encerrados, la promesa de un día en el parque era un regalo para ambos. Volver a la “normalidad”, aunque fuese por unas horas, sabía a gloria. Antes de salir, me aseguré de tener todo listo: la mochila portabebés estaba impecable por si Ana se cansaba de caminar (nunca se sabe con estos peques), la nevera portátil con sus sandwiches y fruta bien fresquitos, y por supuesto, no podía faltar su mantita de picnic impermeable para descansar un rato a la sombra.
Observarla reír mientras corría, sentir el césped bajo mis pies, escuchar el sonido de los niños jugando… Todo me recordaba lo preciosa que es la simplicidad. En esos momentos, la ausencia de ella pesaba menos, como si la alegría de Ana tuviera el poder de diluir la tristeza. La paternidad en solitario a veces es abrumadora, pero en días como este, se convertía en un privilegio. Antes de salir de casa, le había puesto a Ana su protector solar, ese que huele a coco y que a ella le encanta, y aun así, llevaba en la mochila la gorra para protegerla del sol.
Ana gritó “¡Papi, más alto!” mientras la empujaba en el columpio. Sus risas eran la mejor música. En sus ojos veía la misma chispa de vida que tenía su madre, y eso llenaba mi corazón de una mezcla agridulce de nostalgia y esperanza. Mientras, yo sacaba de la mochila nuestro nuevo tesoro: la guía de campo para identificar aves. Ana estaba fascinada buscando entre las ramas los pájaros que íbamos encontrando en el libro.
Le conté que cuando era pequeña, a mamá le encantaba columpiarse tan alto que parecía que iba a tocar el cielo. Ana, con la inocencia propia de su edad, me preguntó si mamá podía vernos desde las nubes. “Seguro que sí”, le respondí, “y está feliz de vernos disfrutar del día”. Un día en el parque, aparentemente normal, me recordaba lo extraordinario de nuestra historia. Habíamos pasado por la oscuridad, pero la luz se abría paso de nuevo. La vida, a pesar de sus golpes, nos regalaba momentos de felicidad simple y pura. Aprendí que la felicidad se puede encontrar en los lugares más sencillos, y que la memoria de quienes no están se mantiene viva en la risa de quienes quedan.