UN FIN DE SEMANA EN LA PLAYA… SI, POR FIN DE NUEVO EN LA PLAYA.
La arena aún estaba fresca. Agosto. Ana, con sus cuatro años y los pies descalzos, corrió hacia el mar con la valentía que solo tienen los niños que no conocen el miedo. Una ola tímida le acarició los tobillos, y ella retrocedió con una carcajada que se mezcló con el sonido de las gaviotas.
“Espera, corazón”, le dije, y mi voz sonó extrañamente normal.
Mientras buscaba la crema solar en la bolsa, mis manos se movían en un ritual familiar, casi automático. Pero por dentro, nada era automático. Cada gesto era una decisión consciente. Ponerle la crema, ajustarle la gorrita… cada acto era un pequeño ladrillo en el muro que intentaba construir a su alrededor para protegerla del mundo.
Hacía poco más de dos años que se había ido. Dos años desde que la mano de su mamá soltó la mía. Y en medio, un año y medio de pandemia que nos había encerrado a los dos en un mundo silencioso, un universo de cuatro paredes donde el eco de la ausencia era a veces ensordecedor.
Pero ese día, en la playa, algo era diferente. No estábamos solos.
Nuestra pequeña tribu, esa familia que eliges y que te elige, estaba allí. Laura, Guillermo, Elena… sus risas, el caos feliz de sus hijos corriendo junto a Ana, creaban una barrera de sonido contra mis propios pensamientos. Eran un recordatorio viviente de que el mundo no se había acabado.
Los días pasaron en una bendita neblina de sal, arena y sol. Observaba a Ana construir castillos de arena con una concentración feroz, desafiando a las olas. La veía deslizarse en su colchoneta, gritando de pura alegría, y en sus ojos grandes, los mismos que los de su mamá, veía un reflejo de la mujer que le había dado la vida y que la amaba con esa misma intensidad.
Pero fue en la noche cuando ocurrió la verdadera magia.
Con los niños ya dormidos, nos sentamos alrededor de una hoguera en la arena. Guillermo puso música suave en su altavoz, de esa tipo chill out o lofi. Nadie hablaba mucho. No hacía falta. Mirando las llamas danzar, con el calor en mi cara y el sonido del mar a mis espaldas, sentí algo que no había sentido en mucho, mucho tiempo.
Paz.
No era una paz total, no era la ausencia de dolor. El hueco a mi lado seguía ahí, tan presente como la luna en el cielo. Pero era… una tregua. Era como si, después de nadar a contracorriente durante estos últimos años, por fin me hubiera dejado llevar, flotando, con el rostro hacia las estrellas.
Esa noche, por primera vez, no me sentí como un “padre viudo” tratando de crear un recuerdo feliz para su hija. Me sentí como un hombre. Un amigo. Un padre. Simplemente… yo.
Mientras arropaba a Ana en su cama más tarde, con el olor a mar en su pelo, me di cuenta de lo que realmente había pasado ese fin de semana. No habían sido unos simples días de descanso. Había sido mi primera respiración profunda desde que ella se fue. Una inhalación lenta y completa, llenando pulmones que no sabía que tenía tan contraídos.
Volvimos a casa con la piel bronceada y el corazón más ligero. Pero yo volví con algo más: con la certeza de que, aunque el camino siempre tendría esa sombra, también estaba lleno de inesperados claros de luz. Y que estaba bien, incluso era necesario, detenerse en ellos y simplemente… respirar.